
Mucho tiempo hace que tengo en mente escribir sobre uno de los más grandes artistas que en el mundo han sido. Por lo menos en lo que respecta a su campo.
Me estoy refiriendo al maestro Antonio Chenel “Antoñete”, torero de Madrid; capricho de la Fuente del Berro y referente a seguir en lo tocante al mundo de las muletas, estoques y capotes. Un ejemplo de los que ya no quedan; un matador de leyenda, y todo un personaje dentro y fuera de los ruedos.
Comenzó su carrera allá por la lejana década de los años ’50, tomando la alternativa de manos de Julio Aparicio padre. Sus comienzos fueron prometedores, aunque sin destacarse en exceso dentro de un escalafón plagado de nombres propios: Ordóñez, Dominguín, Bienvenida –éste último merecedor de uno, dos o más posts- y un largo etcétera.
Se caracterizaba por su irregularidad, su clase y la fragilidad de su físico, tal vez por las precarias condiciones en las que se crió. Un niño de la guerra, huérfano de padre que fue criado por su cuñado en la mismísima Plaza de Toros de las Ventas del Espíritu Santo.
Tras alguna que otra retirada, y tras una vida privada cargada de malos hábitos –o muy buenos, según se mire-, volvió recrecido y alcanzó sonadísimos triunfos como en aquel año 1966 en Madrid, con el toro “Atrevido”, un ensabanado de Osborne al que realizó uno de los muchos faenones que en su vida hizo.
Sin embargo ésta no fue la tónica predominante en la carrera del maestro, pues los vicios y defectos anteriormente mencionados volvieron a surgir tras esta primera etapa dorada.
Sin demasiado ruido y casi olvidado por la afición, se retiró a mediados de los años ’70, zanjando casi de por vida su prometedora pero poco consistente carrera.
Pero como se suele decir en el mundo de los toros: “quien tiene la moneda, la cambia”, y eso fue exactamente lo que ocurrió.
En una época como finales de los ’70 y principios de los ’80, donde predominaban los toreros zafios hasta la náusea, las becerradas indecentes de las figuras de medio pelo, el toreo ramplón y tramposo que echaba a patadas a los verdaderos aficionados de las plazas, la figura del maestro Chenel volvió a surgir del modo más glorioso posible en un año para enmarcar: 1981.
Desde esa fecha y hasta su retirada en otoño de 1985, “Antoñete” se dedicó, tarde tras tarde, a dar lecciones magistrales de torería –por aquel entonces otro veterano torero, de similar edad y cualidades, Manolo Vázquez, volvía para júbilo y gozo de los verdaderos aficionados-; alcanzar sonadísimos triunfos; soñar el toreo y dejar un poso de torería y buenas maneras que fue, es y seguirá siendo, por siempre, referente obligado para quien desee ser algo en este mundillo.
Su largo y poderoso toreo a la verónica, rematando sus series con profundas medias belmontinas –el “Pasmo de Tríana” fue uno de sus ídolos-; su preferencia por la mano izquierda, su ligado toreo al natural y, por encima de todo, el respeto al toro y a sus espacios, citando de largo para dejar ver al público las condiciones del cornúpeta…
Todo ello sellado con la inconfundible firma de la torería, que si se produce por un solo instante con la intensidad necesaria, produce efectos ciertamente majestuosos en quienes tienen la suerte de presenciarlos.
Tras su lustro triunfal volvió un par de veces más, ya mermado de facultadas por su edad y su vicio predilecto: el tabaco.
Hoy día podemos seguir disfrutando de los sabios comentarios del maestro en compañía de Manuel Molés; repartiendo ciencia, atinando casi siempre en sus opiniones y recordando una señera figura que marcó un antes y un después en el Arte de Cúchares en una época en la que éste se iba a pique por culpa de cuatro o cinco mediocres que, con mucha cara dura y no poco interés, muchos ignorantes "correveidiles-juntaletras" catalogaban como “maestros”.
Maestros ciruela, naturalmente.
Porque para maestro, lo que se dice maestro de verdad, la plaza ya estaba ocupada: tenía mechón blanco, fumaba como un carretero y, en tardes de gloria, llevaba al Arte de Cúchares a la categoría de tal.